“Nunca hice trampa. Solo usé la información que estaba disponible para mí. No fue suerte. Fue habilidad.” —Phil Ivey
Hay nombres que se pronuncian con respeto en el mundo del póker. Pero hay uno que, cuando se menciona, provoca un silencio. Phil Ivey. No necesita presentación, porque su historia se ha contado en susurros en los rincones oscuros de los casinos y en las leyendas que se repiten en los foros más antiguos. Pero su vida, tan reservada como su mirada impenetrable, es una odisea que merece ser contada desde el origen, porque Phil Ivey no nació siendo leyenda… se forjó a fuego lento, entre la derrota, la calle y la gloria.
El Fantasma
Era un niño más de Nueva Jersey, criado en una familia de clase media, cuando su abuelo le puso por primera vez un mazo de cartas entre las manos. Tenía apenas ocho años, y esa partida inocente de cinco cartas cambiaría su destino para siempre. Mientras otros jugaban béisbol en la calle o soñaban con ser astronautas, él solo quería leer rivales, farolear y controlar el tempo de una mesa. A los 16, mientras sus compañeros hablaban de fiestas y exámenes, él tenía una sola obsesión: las apuestas.Comenzó a jugar póker con sus compañeros en Nueva Jersey. Lo que comenzó como partidas casuales con amigos, pronto se convirtió en una pasión. Sin embargo, su verdadera pasión por el juego lo llevó a buscar competencia en los casinos reales, asi que los fines de semana tomaba un autobús de casi dos horas para llegar a los casinos de Atlantic City, con el dinero del trabajo que consiguió en McDonald’s y armado con una identificación falsa. Se hacía llamar “Jerome” y decía tener 21 años. Nadie sospechaba del joven de rostro sereno, hasta que empezaba a jugar. Pero en sus inicios, la falta de experiencia pesaba. Lo perdía todo. Y sin dinero para volver a casa, dormía en la playa, debajo de un puente. Así nació su apodo: No Home Jerome. Una leyenda urbana antes de que supieran su verdadero nombre.

Pero el hambre enseña. Y él se convirtió en un depredador del naipe. Pasaba más de 15 horas diarias en las salas, puliendo cada movimiento. Sus rivales lo subestimaban… hasta que era demasiado tarde. El joven sin techo ahora era un monstruo en la mesa.
Meteórico.
Su carrera despegó cuando conoció a Daniel Negreanu y Barry Greenstein, quienes se convirtieron en sus mentores y lo ayudaron a llevar su juego al siguiente nivel. Su primer golpe llegó en la WSOP del 2000, cuando fue el primero en eliminar a Amarillo Slim. Tres años después, en 2003, ya había ganado cuatro brazaletes, tres de ellos en una sola edición. El mundo del póker sabía que algo estaba cambiando. Había nacido un nuevo rey. Llegó como favorito al Evento Principal de ese año… pero el destino lo enfrentó a un desconocido: un contador llamado Chris Moneymaker. Lo increíble ocurrió. Moneymaker lo eliminó con una jugada improbable, ganó el torneo y desató el póker boom. Ivey quedó fuera… pero su leyenda apenas comenzaba.

Mientras otros cosechaban fama, él perfeccionaba su juego en las sombras. En 2006, apareció un nuevo reto: un banquero multimillonario, Andy Beal, llegó a Las Vegas dispuesto a destruir a los profesionales con partidas de límites demenciales: $50,000/$100,000. Los mejores jugadores del mundo, asustados por las cifras, formaron un grupo secreto: La Corporación. Un fondo colectivo para resistir al millonario. El banquero comenzó ganando. En solo tres días, destrozó a los mejores y se llevó 13.6 millones de dólares. La Corporación temblaba. Entonces, llamaron a su as bajo la manga: Phil Ivey. Durante tres días, Ivey lo enfrentó como si fuera un tiburón blanco y el otro una ballena herida. Lo devoró sin piedad. Le arrancó 16.6 millones de dólares. Salvó a sus compañeros de la bancarrota.
Pero si algo define a Phil Ivey es que siempre quiso más. En 2009, volvió a las WSOP y ganó dos brazaletes más. Todo el mundo hablaba de él como el mejor jugador de todos los tiempos. Faltaba una sola pieza: el brazalete del Evento Principal. Ese año estuvo más cerca que nunca. Las cámaras lo seguían. La tensión era cinematográfica. Pero el destino, cruel como siempre, lo volvió a eliminar con la misma mano que en 2003. Terminó en séptimo lugar. Grande, sí. Pero no inmortal.
En paralelo, Ivey conquistaba el póker online. En Full Tilt era el embajador silencioso y devastador. Desde 2007 hasta el cierre del sitio en 2011, ganó más de 19 millones de dólares desde una sola cuenta. Era el terror de las mesas virtuales. Y aún así, no se conformaba.
Pero entonces… vino el escándalo.
2012
En abril de ese año, junto a su compañera Cheung Yin “Kelly” Sun, una mujer con un talento especial para detectar imperfecciones en las cartas, aplicaron una técnica llamada edge sorting (clasificación por bordes) para ganar millones en los casinos Borgata de Atlantic City y Crockfords en Londres. Esta técnica se basa en observar fallas mínimas en el diseño de las cartas para identificar valores, algo que solo es posible con barajas defectuosas y una memoria prodigiosa.
Pidieron condiciones especiales: un crupier que hablara mandarín, una marca específica de cartas, una mesa privada y un barajador automático. Con eso, ganaron 9.6 millones en cuatro visitas al Borgata en 2012 y 7.8 millones más en una sola visita a Crockfords. Mientras en Atlantic City les pagaron sin problema, en Londres sospecharon trampa y se negaron a pagar. Ivey demandó. Dijo que había ganado con inteligencia, no con trampa. Pero tras años de litigio, perdió. Y el Borgata contra demandó, exigiendo los 10 millones ya pagados. Mas tarde después de muchos abogados, llegaron a un acuerdo privado, y no se volvió a hablar del tema.

Ivey desapareció. No volvió a los torneos. Su nombre ya no figuraba. Se decía que jugaba en partidas secretas en Macao, por sumas imposibles de imaginar. Se hablaba de él como un mito. Había cambiado físicamente. Se le notaba más viejo. Algunos decían que había perdido el fuego.
Pero estaban equivocados.
Porque Phil Ivey no se rinde. En una era de solvers, análisis GTO y jugadores que parecen calculadoras humanas, Ivey regresó como lo que siempre fue: un artista del instinto. Empezó a aparecer de nuevo en los torneos más importantes. Y cada vez que se sienta, la mesa tiembla. Su mirada sigue siendo la misma: serena, impenetrable, letal. Porque para él, esto no ha terminado. Porque Phil Ivey no juega por dinero, juega por legado.
Y el suyo, ya está escrito con letras de oro en la historia del póker.







